Recuerdo aquella tarde de diciembre como si fuera ayer.
Llovía en Madrid y, sobre las cuatro, un poco después de comer, en mi habitual
rutina de escuchar la radio los domingos, algo me empezó a preocupar. José
María García relataba como, de camino hacia el estudio de Antena 3 Radio, había
observado un accidente mortal en la M-30 madrileña. Tras algunas pesquisas se
empezó a rumorear con una fuerza tremenda de que el accidentado y fallecido era
un jugador de la primera plantilla del Real Madrid de baloncesto. El rumor se
hizo noticia sobre las cuatro y media. Era Fernando Martín.
Los goles, los estadios de fútbol que pasan a primer plano
un domingo por la tarde eran secundarios aquel 3 de diciembre de 1989. Toda la
información se basó entonces en la muerte del que para muchos era el mejor
jugador de la historia del basket español. Asistimos a la llegada con
cuentagotas de todos los compañeros de la plantilla al hospital, poco después
de que, en el vestuario, se esperara con falsa esperanza a todos los componentes.
Pero uno no iba a llegar.
Asistimos en televisión y radio al aplazamiento traumático
de toda la jornada, del silencio en el Palacio de los Deportes, de la llegada
de la madre y el padre de Fernando al hospital. De la reacción de los jugadores
de la plantilla de fútbol que se enteraron de la muerte de Martín, en Vigo, en
el descanso del partido que estaban jugando ante el Celta. Una tarde que yo
recordaré siempre, de forma triste.
Y el día siguiente, leyendo sobre una cama del hospital
Nuestra Señora de Loreto en Madrid, los periódicos deportivos. Esa mañana un
accidente escolar me había obligado a pasar unas navidades algo incómodas. Y a
tus catorce años piensas. "Joder, que fastidio lo de la pierna rota",
sin reparar en que la tarde anterior, los auriculares de tu radio te relataban
algo que sí era un fastidio, irrecuperable, algo que todavía, 20 años después,
no llegas a comprender
Y me acuerdo ahora que se fue ese día una parte importante
del baloncesto español. No sólo se mató un jugador, se mató uno de los que a mí
me hicieron comprender que este deporte merece la pena, en muchas ocasiones,
mas que el futbol. Y aquella tarde a este chico le dio por correr demasiado, por
saltarse dos setos hasta impactar frontalmente con otro vehículo. Es la entrada
a la M-30 viniendo de Barajas, en el Puente de Avenida de América y es una
curva muy pronunciada. Iba a una velocidad desmesurada no se sabe por qué, o sí
porque a Fernando le gustaba, siempre lo reconoció, hasta no entender que le
podía traer un disgusto.
Pero Fernando, por lo que cuentan, siempre era así. Antonio, su hermano, siempre lo recuerda como un ganador nato, inconsciente pero coherente, alocado, pero tremendamente generoso con todo lo que le rodeaba. Un gran hombre. Un hombre que se atrevió a dar el paso a la NBA cuando era Dios en la ACB. Muchos no lo entendieron, incluso en la Federación, que cambió los estatutos, para no dejarle volver a la selección. Por eso, en los Europeos de Atenas 1987 y en los Juegos de Seul 1988, la selección no tuvo a Fernando.
A los 23 años de la muerte de Fernando todos le seguimos
recordando. Audie Norris, pívot del Barça y gran rival de Martín, también. Hace
tres años escribió en EL MUNDO una columna sobrecogedora. Se mataban en el
campo, se odiaban deportivamente, pero Audie fue uno de los primeros en la
Capilla ardiente, llorando como un niño la pérdida de su amigo del alma, de su
rival acérrimo. Una historia de amistad llevada a las últimas concesucnecias.
La ACB también le recuerda con homenajes estos días y el
domingo en el derbi de los dos equipos de su alma, Estudiantes y Real Madrid.
Martín, con acento en la I, no lo olviden, porque a Fernando siempre le gustó
que guardasen el apellido cuando fue a jugar a EEUU, no fuera a ser que los
americanos le quitasen la tilde y lo pronunciaran sin ella, Martin. El ego de
Fernando no lo hubiera consentido
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